La Generación de Cristal. Una juventud frágil e hipersensible, Tema de reflexión
- Jorge Acosta
- 9 may
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Carlos Medina Gallego, Miembro del Centro de Pensamiento y Seguimiento a los Diálogos de Paz. Doctor y Magister en Historia de la Universidad Nacional de Colombia. En la actualidad es profesor asociado a la Universidad Nacional de Colombia, adscrito a la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. De igual manera, es miembro del grupo de Investigación en Seguridad y Defensa y del Centro de Pensamiento y Seguimiento al Proceso de Paz.

“LA GENERACIÓN DE CRISTAL Una juventud frágil e hipersensible”
Vivimos una época donde la sensibilidad ha sido elevada a dogma y la fragilidad emocional se ha convertido en una señal de identidad generacional. La llamada generación de cristal –jóvenes universitarios que se reconocen más por sus diagnósticos de ansiedad y depresión que por sus ideas o acciones transformadoras– ha convertido la debilidad en virtud, la susceptibilidad en argumento moral, y el victimismo en herramienta de poder. Esta generación no solo habita un mundo hipermediado por pantallas, algoritmos y eco-cámaras emocionales, sino que se auto erige como vanguardia moral mientras desprecia con soberbia a quienes les han legado la posibilidad misma de existir, pensar y estudiar.
En el ámbito universitario esta crisis alcanza niveles alarmantes. Se ha roto, sin pudor ni memoria, el hilo intergeneracional. Profesores con décadas de estudio y experiencia, que han formado generaciones enteras y han construido pensamiento crítico, son ahora tildados de “boomers” obsoletos por jóvenes que creen que leer dos hilos de Twitter equivale a un curso de epistemología. Se ha perdido el respeto por la autoridad intelectual, por la palabra reflexiva, por la experiencia. Hoy se venera el narcisismo disfrazado de trauma, la inmadurez maquillada de rebeldía emocional, y se exige “espacios seguros” no para aprender, sino para no ser confrontados por ideas que les resulten incómodas.
Lo más paradójico es que esta generación, que exige reconocimiento, inclusión, respeto y validación emocional, es la misma que excluye, cancela, silencia y ridiculiza al adulto mayor, al docente exigente, al pensamiento riguroso. Han convertido el aula en un confesionario terapéutico donde el dolor personal reemplaza el argumento, y la incomodidad subjetiva se equipara a la violencia estructural. La educación ya no es una experiencia transformadora ni un desafío intelectual: es un campo minado de sensibilidades frágiles que paralizan el pensamiento.

Mientras las generaciones anteriores aprendían del dolor, esta lo convierte en identidad. Mientras los viejos respetaban a los sabios, los jóvenes actuales se burlan de ellos. Mientras los abuelos luchaban por un mundo más justo desde el trabajo, la resistencia o la reflexión, esta generación exige cambios inmediatos, sin esfuerzo, sin contradicción y sin capacidad de escucha. Viven convencidos de estar reinventando el mundo, cuando en realidad lo único que reinventan es el narcisismo emocional.
Pero no todo es culpa suya. Son hijos de una sociedad que convirtió la comodidad en meta, el bienestar emocional en derecho absoluto, y la educación en servicio al cliente. Han sido criados en un entorno donde el conflicto se evita, la frustración se elimina, y toda crítica es vista como ataque. Han sido formados por adultos que confundieron el amor con la sobreprotección y la crianza con la complacencia. El resultado es una juventud hipersensible pero sin espesor, digitalmente conectada pero existencialmente sola, titulada pero intelectualmente vacía.

Este ensayo no es una negación de los problemas reales de salud mental –que existen y deben ser tratados con rigor y empatía– sino una crítica feroz a su uso como escudo ideológico y arma de censura. Tampoco es una defensa romántica del pasado, sino un llamado a recuperar el respeto por la sabiduría, la experiencia y el pensamiento fuerte. Porque si los jóvenes siguen creyendo que la fragilidad es poder, que el adulto mayor es basura, y que toda incomodidad es una agresión, no solo habremos perdido el diálogo intergeneracional: habremos perdido también la posibilidad de construir una sociedad madura, crítica y verdaderamente libre.
Hubo un tiempo en que la juventud universitaria representaba la esperanza. En las aulas, los estudiantes debatían sobre el porvenir de la humanidad, soñaban con justicia, paz y dignidad para los pueblos. Se organizaban, protestaban, pensaban, escribían, se comprometían hasta la muerte. Eran, a su manera, la encarnación del anhelo colectivo de un mundo más humano. Hoy, en cambio, asistimos al espectáculo de una generación decadente, de una que ha abandonado esa utopía para habitar la mezquindad del resentimiento, la censura y la guerra simbólica entre edades, géneros e ideas.
Las generaciones que soñaron la utopía de la felicidad humana y a la que muchos entregaron su vida levantaron la consigna de "pan, justicia y Libertad", esta generación quebradiza de cristal, tiene como consigna, "droga-trago, sexo e internet".
Sería injusto si no dijera que existe en esa misma generación un grupo significativo de hombres y mujeres que le apuestan al conocimiento y la investigación rigurosa, que estudian con disciplina y devoción y que se forman como profesionales de altas calidades. Ese grupo lo hace en silencio a la sombra del desorden de universidad que hay.
Esa nueva camada universitaria de la generación de cristal, no busca construir, sino acusar. No dialoga, cancela. No aprende, impone. No cuestiona estructuras de poder, sino que ha creado las suyas propias: discursos autoritarios disfrazados de progresismo, de pensamiento "bonito", donde cualquier disidencia —especialmente si viene de un hombre, adulto, heterosexual o docente— se interpreta como violencia. Se ha sustituido la pedagogía del pensamiento crítico por la del temor: maestros silenciados, profesores caminando sobre cristales, sometidos a inspección permanente, no por la calidad de su enseñanza, sino por su nivel de alineación con las ideologías del momento.
El resultado es una cultura universitaria distorsionada, dominada por una moralina inquisitorial que exige sumisión bajo amenaza de escarnio, cancelación o denuncia. La palabra "patriarcado" se usa como garrote, "violencia de género" como tribunal sin garantías, y la "diversidad" como uniforme obligatorio. En este clima, lo masculino, lo heterosexual, lo tradicional, lo adulto —todo aquello que no se pliegue al nuevo credo— se vuelve sospechoso, culpable por defecto.

La ideología de género, en su versión más radical, se ha transformado en una coartada para negar la diferencia sin diálogo. Se patologiza al varón, se culpabiliza al heterosexual, se criminaliza al docente si no adapta sus contenidos a los nuevos catecismos. Se repite, con una vehemencia alarmante, que el lenguaje es violencia, que el silencio es complicidad, que el amor romántico es opresión. Y mientras tanto, los problemas reales —la desigualdad, la miseria, la guerra, la injusticia global— se vuelven irrelevantes frente a la microdiscusión identitaria del día.
Pero quizás el mayor drama no es solo el extravío moral e intelectual de esta generación, sino la claudicación del mundo adulto, que ha cedido sin resistencia. Muchas universidades han renunciado a su papel formador y han optado por ser administradoras de consensos adolescentes por cuestionadas e ilegítimas constituyentes universitarias. Lo de la universidad Nacional a este respecto es vergonzoso. Directivas que prefieren ser aceptadas antes que desafiadas, condescendientes antes que autoridad, "inclusivas" antes que libres. El resultado: un ecosistema de autocensura, ignorancia premiada y mediocridad celebrada, construido colectivamente, dónde la normalidad académica se ha hecho amormalidad, porque siempre hay un pretexto para quejarse y reducir la jornada a nada.
Este no es un alegato contra la juventud, sino una crítica a una forma de nihilismo cultural disfrazado de progreso. Es un llamado a recuperar la valentía de pensar más allá de los dogmas de turno. A no temerle al disenso, al debate, a la diferencia verdadera. A defender el valor de la universidad como espacio de formación y no de adoctrinamiento.
Porque si no se recupera la utopía de la felicidad humana, si no se rescata la figura del maestro respetado, del hombre sensible y pensante, del diálogo intergeneracional, honesto y libre, lo que quedará no será una revolución, sino una ruina. Una generación alienada por el odio, incapaz de amar la libertad, de construir comunidad o de imaginar un futuro que no sea el de su propia exclusión. Una generación, en definitiva, "perdida".

Totalmente de acuerdo